La
Iglesia católica celebra el segundo día del mes de noviembre la festividad de
los fieles difuntos. La institución de esta fiesta fue obra de San Odilón, Abad
de Cluny, quien la dispone para todos los monasterios de su congregación en los
años finales del siglo X. Es bueno hacer notar el hecho de que un millar de
monasterios benedictinos dependían de Cluny, lo cual sin duda alguna favoreció
la difusión de dicha conmemoración.
Esta
maravillosa iniciativa de ofrecer oraciones y sacrificios por las almas de los
difuntos se extenderá rápidamente por toda la Iglesia Cató1ica aprobando
después los Sumos Pontífices esta devoción, y es así que el Concilio Provincial
de Oxford, efectuado en 1222, la declara como fiesta de segunda clase, en la
que sólo se permitían las faenas necesarias e importantes. Posteriormente desde
1311 en tiempos del pontificado de Clemente V, queda oficialmente
establecida en Roma.
Entre
recuerdos, creencias religiosas, tradiciones y tiempo variable, miles de
personas han acudido a los cementerios, como es habitual el Día de Todos los
Santos, para dedicar una oración a familiares y conocidos fallecidos, llevar
flores a las tumbas o simplemente rememorar momentos vividos con ellos.
La tradición de asistir al cementerio para rezar por las almas
de quienes ya abandonaron este mundo, está acompañada de un profundo
sentimiento de devoción, donde se tiene la convicción de que el ser querido que
se marchó y pasará a una mejor vida, sin ningún tipo de dolencia, como sucede
con los seres terrenales.
El
Día de Todos los Santos siempre ha sido una jornada de visita en los
cementerios españoles, y el de los Difuntos de recogimiento, y esta tradición
se mantiene, aun compartiendo protagonismo con otras importadas como Halloween
(o víspera de Todos los Santos, en inglés). La tradición en este país manda que
durante las semanas anteriores las mujeres de la familia limpien las lápidas y
adecenten los adornos florales de las tumbas de sus seres queridos.
La muerte no es nada.
No he hecho más que pasar al otro lado.
Yo sigo siendo yo. Tú sigues siendo tú.
Lo que éramos el uno para el otro, seguimos siéndolo.
Dame el nombre que siempre me diste.
Háblame como siempre me hablaste.
No emplees un tono distinto.
No adoptes una expresión solemne ni triste.
Sigue riendo de lo que nos hacía reír juntos…
Reza, sonríe, piensa en mí, reza conmigo.
Que mi nombre se pronuncie en casa como siempre lo fue,
sin énfasis ninguno, sin huella alguna de sombra.
La vida es lo que siempre fue: el hilo no se ha cortado.
¿Por qué habría yo de estar fuera de tus pensamientos?
¿Sólo porque estoy fuera de tu vista?
No estoy lejos, tan sólo a la vuelta del camino…
Lo ves, todo está bien…
Volverás a encontrar mi corazón, volverás a encontrar su
ternura acendrada.
Enjuga tus lágrimas, y no llores si me amas.
SAN
AGUSTÍN
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